La lucha contra el nuevo coronavirus está liberando el ingenio científico y médico para aplicar viejas soluciones a un problema nuevo. Con la esperanza de frenar la hecatombe, en los hospitales se han utilizado medicamentos que funcionaban contra la malaria, el ébola o las enfermedades autoinmunes. Uno de los remedios en el que se ponen esperanzas de que llegue antes a probar su efectividad tiene algo de viejo, pero también algo de específico contra la covid.
En la pandemia de gripe de 1918, algunos enfermos recibieron inyecciones con plasma sanguíneo de supervivientes. No se sabía exactamente por qué funcionaba, pero desde 1890 se había observado que era posible curar a animales con tétanos transfiriéndoles suero sanguíneo de otros que ya hubiesen pasado la enfermedad. En las siguientes décadas, se descubrió el mecanismo tras el éxito de estos tratamientos. El organismo creaba unas proteínas, bautizadas como anticuerpos, en respuesta a la infección que guardaban memoria del agente que había causado el daño y ofrecían protección ante sus ataques posteriores.
Esta solución, con importantes mejoras, ya se está utilizando para parar al SARS-CoV-2. La multinacional española Grifols ya ha obtenido plasma de pacientes recuperados de la covid-19 para procesarlo industrialmente y fabricar un medicamento experimental a partir de las proteínas generadas por el cuerpo humano para combatir la infección. Pero hay otras soluciones que emplean una versión artificial de los anticuerpos que se comenzaron a producir en 1975. Los anticuerpos monoclonales imitan funciones del sistema inmune y se unen a lugares concretos de una célula o de un virus. Pueden, como hace el trastuzumab, uno de los fármacos más exitosos contra el cáncer de mama, detener la proliferación de un tumor, o bloquear la parte con la que el virus se introduce en las células humanas